...”Embarazada 2-3”. Eso decía la prueba en mi mano. En vez de saltar de alegría, como las otras veces, me miré a mí misma fijamente en el espejo. No sabía cómo sentirme. No me atrevía a sonreír, no me atrevía a esperar nada. Félix reaccionó igual que yo cuando le dí la noticia: “bueno, pues a ver qué pasa esta vez…” murmuró simplemente, abrazándome. Cuando es la cuarta vez que se pasa por ello, parece que la emoción no es la misma. Parece que se nos roba la alegría de ese primer momento, empañada por todos los “y si…” que los que hemos sufrido pérdidas conocemos tan bien. La presencia silente, esbozada, de nuestra pequeña, no tuvo fiestas ni lágrimas de alegría. Fue una acogida tibia, casi resignada. No nos atrevimos a más.
Pero no teníamos de qué preocuparnos: Leonor fue desde el principio, desde que no era más que un conjunto de celulitas, una niña sabia. Supo siempre, en todo momento, qué era lo que tenía que hacer. Se agarró a mis entrañas como una fiera, su corazoncito empezó a latir como un campeón en el momento justo, se movió y dio sus pataditas cuando tocaba, haciéndolo a menudo para tranquilizar a su histérica mamá, que con tres malas experiencias previas no las tenía todas consigo. También cuando tocaba se dio la vuelta, preparándose para nacer, y decidió venir al mundo exactamente en el día en que salía de cuentas. Eso sí, hubo que hacer una cesárea porque en el último momento decidió que su cabeza era demasiado grande y no quiso bajar hacia el canal del parto.
…Así que ahí estaba yo, con un cosido en el útero y un retraso de seis horas en el comienzo de mi lactancia. Nada de contacto piel con piel (apenas pude darle un beso en el quirófano, y para ello tuvieron que quitarme la mascarilla de oxígeno y yo que tratar de controlar los temblores que me producía la hemorragia que estaba teniendo). Nada de miradas lentas de reconocimiento, de enamoramiento inmediato, de su olor contra mi olor. Félix fue el encargado de darle la bienvenida al mundo en un contacto piel con piel tardío, con un par de horas de retraso en las que ya le habían colado un biberón sin decir ni pío. No sería el último. Se supone que el hospital es amigo de la infancia y promueve la lactancia materna, pero cuando llamábamos en plena noche, alarmados, a la enfermera, y se llevaban a nuestra pequeña “para tranquilizarla”, trayéndola tiempo después frita como si la hubieran anestesiado, me preguntaba qué hacían… y sospecho, por sus silencios culpables cuando preguntaba cómo habían conseguido callarla, que alguna que otra “ayudita” fue la causa de su sueño profundo.
Nada de eso importó para Leonor: cuando la pusieron en mi pecho, moviéndome como a un muñeco roto, se me olvidó el dolor. Ese fue el momento en que, de verdad, nos conocimos Leonor y yo. Ese es el instante maravilloso que recuerdo de mi parto; no una carita arrugada y enfadada, en un quirófano frío y con olor a sangre, sino aquel primer momento en que, con los ojitos cerrados de placer, como reconociendo su verdadero hogar, enganchó mi pecho olvidándose de tetinas y biberones y se puso a mamar tan campante. Dí un respingo que hizo que me dolieran los puntos: “¡duele!... No, espera… No duele. No exactamente… ¡Pero qué sensación más extraña!”
Leonor siguió demostrando su sabiduría; en la siguiente toma, debió fijarse en lo molesta que me resultaba la vía en mi mano, así que, ¡manotazo que te crió, y fuera la vía! ¿Ves qué fácil, mamá? ¡Ya eres libre! Con esa manita recién nacida me estaba dando la primera, pero no la única lección de su corta vida. Lástima que mamá es un poco corta de entendederas y se cree demasiado lista para escuchar a un recién nacido que, como Leonor, se las sabe todas.
Una de las primeras noches, Leonor tuvo una crisis de llanto. Quizás echaba de menos su útero calentito y silencioso, o estaba asustada, o tenía gases… Qué sé yo; no soy un bebé sabio, como ella. Lo que sí sabía es que no se trataba de hambre: aquella mañana me había subido la leche, y mi pequeña había pasado 45 minutos mamando plácidamente, con la leche rebosando de sus labios. Incluso había sentido los entuertos. Estaba segura por completo de que no se trataba de hambre… pero eso fue lo que dijo, insistiendo, la enfermera del turno de noche, metiendo el dedo en su boquita y mostrándonos cómo lo chupaba (¿pero esta mujer no había oído hablar nunca del reflejo de succión?). Intimidada con la amenaza de que “no tenía leche” (“¡oiga, señora, que la he visto mientras mamaba, y he notado los entuertos!”) o de que “mi leche no alimentaba”, y, como yo no soy un bebé sabio, piqué, claro. A la mañana siguiente, llorando, expliqué mi experiencia a otra enfermera, que me consoló como lo haría una madre severa: “¿Cómo que no tienes leche? (rápido apretón en mi pecho, chorro de leche) ¡Pues claro que la tienes! (nuevo apretón, nuevo chorro de leche) ¿Cómo que no sale la leche? (tercer apretón, tercer chorro) ¡Tonterías! (otro apretón-chorro de leche)”. Otra de las enfermeras, que parecía mandar más que la de la noche, torció el gesto cuando vio el biberón vacío en mi mesilla de noche. Llorosa, le expliqué mi experiencia nocturna, y me animó y felicitó por mi empeño. Por su cara al salir de la habitación, me temo que alguien se iba a llevar una bronca. Sin embargo, esa misma noche otra enfermera volvió a insistir con el “esta niña lo que tiene es hambre”. ¡¡¡Noooo, señor!!! Ahora sí que no me timan más. Me negué en redondo a darle el biberón, y Félix, escarmentado por la noche anterior, aplaudió mi decisión. “Tú verás…”, comentó la enfermera, con gesto avinagrado. Pues eso. Yo veré. Esa fue la primera vez que tuve que sacar las uñas para defender mi lactancia… y una vez más, no sería la última. Menos mal que Leonor, mi niña sabia, tenía las cosas muy claritas.
Con un mes y medio, Leonor decidió que quería ser una niña delgadita, y además empezó a regurgitar con demasiada frecuencia. Un pediatra desaprensivo nos recetó leche de fórmula anti-regurgitación, que tendríamos que sustituir en una de cada dos tomas de pecho. Yo, que empezaba a aprender, vi peligrar mi lactancia… y acerté. Ni el sacaleches ni mi empeño consiguieron que bajara brutalmente mi producción de leche, de modo que cuando quise reaccionar y cambié de pediatra, y este puso a prueba a Leonor con cuatro días de lactancia materna exclusiva, el resultado fue nefasto: mi niña había adelgazado 40 gramos. Las palabras de ánimo del nuevo pediatra (“es poca pérdida, aún tienes leche, complementa las tomas con biberón y ¿quién sabe?”) no me consolaron, así que apreté los dientes y volví a sacar las uñas por mi lactancia. Y así fue como entró en nuestra vida Carmela Baeza, IBCLC, toda dulzura y cariño, que desde el principio me hizo intuir que salvaría la situación. Leonor, que es (¿lo he dicho ya?) un bebé muy sabio, lo supo enseguida, y en cada consulta le regalaba sus mejores sonrisas. Con Carmela fuimos pautando los suplementos, que poco a poco irían desapareciendo, a medida que aumentara mi producción, a base de ponerme a la niña al pecho.
…Y Leonor, que es una niña sabia, pilló el concepto inmediatamente. Si Carmela nos pautaba 480 mililitros de suplemento al día, ella tomaba nota y se superaba a sí misma, rechazando la mitad de ellos. Y si a la semana siguiente pautaba 240, ella sólo tomaba 120. En pocas semanas ganó peso, y rechazó todos los biberones de leche de fórmula. ¡A ella se la iban a dar con queso! Tomó sus biberones, pero no pareció confundida en absoluto en ningún momento, y siempre tuvo muy claro que “la teta es la teta”. Y eso que adora su chupete a la hora de irse a dormir…
Hoy, con casi 4 meses y medio, Leonor y yo seguimos con el pecho. Muy pronto me incorporaré al trabajo de nuevo. Será un momento difícil, pero confío en que mi niña sabia lo sepa gestionar, igual que lo ha hecho hasta ahora. Igual que, en las distintas crisis, me decía claramente: “mamá, no intentes engancharme otra vez, ¿no ves que ya he terminado? Soy muy lista y ya vacío un pecho en cinco minutos”. “Mamá, si regurgito, es porque tengo que hacerlo… ¿no ves que no necesito otra cosa que no sea tu leche?”. “Mamá, se está en la gloria enganchada en tu pecho, oyendo latir tu corazón… Esto no tiene ni punto de comparación con el bibe, ¿no ves la cara de satisfacción que tengo?”. “Mamá, mira mi sonrisa, mira mis muslitos y mis hoyuelos… ¿no ves que estoy bien, que tu leche, tu amor y el de papá, son mi alimento, que no necesito nada más? ¿No ves, mamá, que, pese a todos tus miedos, si te dejas guiar por mi, lo estás haciendo BIEN?”.
… Y esta es la historia, hasta ahora, de Leonor, mi niña sabia, que supo guiarme por la “Vía Láctea” hasta las estrellas, esas que aparecen en sus ojos cuando, prendida de mi pecho, me mira por entre sus pestañas rubias que, como flechitas de sol, se me clavan dulcemente en el pecho.