viernes, 4 de noviembre de 2011

30º Relato: ¿Macarisias?

Para llegar a pronunciar estas palabras, hemos recorrido un largo camino.

Nada más nacer, te pusieron sobre mi pecho, tenías los ojos abiertos y yo no podía dejar de mirarte. Te quedaste tranquilo, sabías dónde estabas.
Te llevé hacía mi pezón y abriste la boca, sabías lo que tenías que hacer, como si lo hubieras estado haciendo toda tu vida.
Fue muy emocionante y en ese momento, empecé a acariciarte, recorría tu piel con mis dedos, dándote las gracias por haber llegado.
Papá y los abuelos estaban sorprendidos al verte con esos ojos tan abiertos y tú, tan tranquilo. Ya nos habías oído, pero no sabías el aspecto que teníamos.

Cuando más tarde, en la habitación intentamos meterte en la cunita, tú protestaste, te hacías oír. En ese momento comprendí que tu voz era tu mejor defensa. Nadie puede permanecer impasible ante el llanto de un niño.
Te callabas cuando te ponía a mi lado, en cuanto enganchabas a la tetilla, porque de esta manera te sentías protegido.
Pensé que podría aplastarte al quedarme dormida, pensé que aquello que estábamos practicando era el colecho, pensé en la cantidad de veces que lo había desaconsejado en la consulta y en ese momento, justo en ese momento comprendí que no podía ser de otra manera. Pensé que te estaba “malacostumbrando” a los brazos y pensando, pensando, me quedé dormida a tu lado.

Llegamos a casa y esos primeros días los pasamos uno al lado del otro. Sentí lo que era la lactancia materna a demanda.
Quién no ha amantado a un niño puede decir que “el pecho se da cada tres horas, diez minutos en el primer pecho y cinco en el segundo”.
Cuando tienes a un bebé en brazos entiendes que eso no es posible. Somos mamíferos, como los conejos y los monos y ellos no tienen un reloj en la muñeca, amamantan cuando sus retoños se lo piden.
No tenía tiempo para ducharme o comer tranquilamente, pues querías estar pegado a mí, querías un contacto continuo. Me levantaba cuando creía que estabas profundamente dormido, andaba de puntillas unos pasos hasta que te oía berrear y al notarme de nuevo a tu lado, te relajabas y te adormecías.
En cuanto notabas que estabas sólo en la cama, te hacías oír.

Aprendí a llevarte colgado de mí, en una mochilita. De esta forma intentábamos limpiar un poco las pelusas de casa y comprar algo de fruta.
Me sentía cansada, y pasábamos muchas horas tumbados, yo acariciándote, tú mamando y casi ronroneando como un gatito.
Empecé a coger confianza y supe que podíamos dormir los tres juntos sin temor a aplastarte, pues con tus piececillos te hacías un hueco.


Fuiste creciendo y papá dijo que en esas condiciones no podíamos seguir, que te tendrías que ir acostumbrando a tu cuna, que serían tan sólo un par de noches, pero que luego todos dormiríamos mejor.
Releí el libro del doctor Stivill, aquel, que tanto había yo recomendado a padres con niños con problemas para dormir. Según iba releyendo sus páginas, sabía que no podría dejarte llorar, que yo te necesitaba tanto como tú a mí.
No llegamos a intentarlo, convencí a papá para poner una camita pegada a la cama grande. Pensamos que ahí podrías dormir tú, pero al final el que ahí dormía era papá, mientras que tú y yo dormíamos entrelazados en la cama grande.
Papá tuvo mucha, mucha paciencia, tanta como la que tiene ahora.

Estirabas los bracitos, las piernecitas, y de esta manera aprendiste a pedir las caricias y los besos. Papá también lo hacía, te acariciaba como lo sigue haciendo ahora, a él también le gusta mucho que lo acaricien cuando se está quedando dormido. Incluso, un día que yo tardaba en llegar, te puso a su pecho. No teníamos chupetes en casa e intentó que te agarrases a su pezón. Eras todavía muy chiquitito, pero sabías que te estaban engañando, que aquello era lactancia paterna.
Con tus ojos vivarachos, sabías lo que querías, buscabas el pecho para todo, para alimentarte y para tranquilizarte, el pecho te calmaba. Recuerdo también que enganchado al pecho, no lloraste cuando te pusieron las vacunas.
Hicimos excursiones a las montañas cuando contabas sólo con 5 meses, siempre colgadito y allí donde parábamos tenías tu alimento a la temperatura adecuada, sin necesidad de buscar un microondas para calentar la leche.
No sólo te saciaba el hambre, sino que te inducía el sueño, servía para comunicarnos. Permanecíamos juntos y te acariciaba en cada momento.

Pensaba que no tenía vida propia, pero esos momentos fueron imprescindibles para forjar tu carácter, para hacerte cada día más independiente, seguro de ti mismo.
Me siento muy orgullosa de ti.

Te has hecho entender siempre, cuando empezaste a soltar la lengua, decías “¿Macarisias?”, y ahora, con ocho años, cuando te despiertas de madrugada y te metes entre nosotros, me sonrío cuando dormido dices “¿Me acaricias?”
Cómo no lo voy a hacer. Me sigue encantado tenerte junto a mí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario