miércoles, 9 de noviembre de 2011

32º Relato: Te Quiero, Te Quiero, Te Quiero

Teta.
¡Qué gran palabra! Con razón, de las primeras que aprendió mi hijo. Basta con pronunciarla y levantarme la camiseta para que mi pequeño cachorro de piel canela deje todo lo que tenga entre manos y venga corriendo desde la otra punta del pasillo, envuelto en carcajadas dulces como la miel, risas que se convertirían en llanto si acto seguido no pudiera aferrarse a mis cálidos pechos de mamá leona.
Y mamar.
Y AMAR-me como sólo un hijo sabe hacerlo.
Y sentir el sabor dulzón de mi leche en sus labios que no tarda en deslizarse por su garganta y llenar su pancita de alimento y su alma de calor.
Mi leche que es su leche, protección y calma.
Yo tenía el profundo deseo de amamantar a mi bebé desde antes incluso de engendrarlo. Observaba a mi hermana, mamá experta en lactancia, dando teta a su hija de 4 años y más tarde a su hijo de 2 años y medio y me parecía lo más bonito que había visto en mi vida.
Un milagro.
Un regalo de la naturaleza.
Que de sus pechos emanara un caudal de leche que sus hijos devoraban con placer sintiéndose inmersos en el más pacífico de los universos me resultaba sencillamente MAGIA. Y yo tenía que ser parte de ella.
Por eso luché con uñas y dientes desde incluso antes de mi embarazo.
Y es que en el año 2001 (hace ya 10 años), tras una depresión que me dejó sin habla y sin ganas de vivir durante 5 largos y desesperantes meses viajé a Suecia y conocí la locura y el delirio. Y tras ello el ingreso y el fatal diagnóstico: trastorno bipolar. Con tan sólo 18 años me recetaron litio para estabilizarme el ánimo, entre otras sustancias que tendría que tomar (supuestamente y según los psiquiatras) durante toda mi vida. Ingerí disciplinadamente día tras día y noche tras noche esos psicofármacos, sin saber que mi mejor medicina sería mi embarazo, el nacimiento de mi pequeño y el vínculo especial que establecería con él a través de la lactancia.
Endorfinas y Oxitocina, la más dulce de las curas.
Prolactina, mi más potente estabilizador emocional.
El día que el amor de mi vida me dejó embarazada no sólo me llenó el útero de VIDA, sino el alma de fuerza. Ese día no sólo le dije adiós a las pastillas y al tabaco, sino también al miedo y a la inseguridad.
El milagro de la naturaleza se había producido.
En mi interior crecía garbancito, un precioso ser con tan sólo 8 mm y un potente latido de corazón que anunciaba que ahí estaba por fin mi LUZ.
Y por él y para él, para darle ese regalo para toda la vida, tenía que ser valiente y mantener mi cuerpo libre de cualquier sustancia química.
Porque mi útero sería su casa durante 9 preciosos meses y mis pechos su principal fuente de alimento, la cueva donde se refugiaría cuando tuviera miedo, cuando necesitara un instante de paz, de calor, de sosiego.
Cuando necesitara sentirse protegido, cuidado, AMADO.
Así fue cómo empezó todo y por fin un caluroso día de verano, tras un intenso y respetado parto que me llenó de armonía surgió ese precioso vínculo, esa estrecha relación entre mamá y cachorro que tenemos el placer de disfrutar por ser mamíferas, la prolongación del cordón umbilical, una preciosa lactancia que dura hasta el dia de hoy, 16 meses después.
Cuando cierro los ojos, aún puedo recordar la carita de mi niño cuando se enganchó por primera vez a mis senos, que duros y llenos de amor colmaban con gusto su sed de contacto y calmaban su miedo por no estar ya dentro de mí, sino fuera, en un mundo lleno de luz y de ruido, de sonidos y de olores desconocidos. Un lugar aterrador para tan inocente y pequeña criatura, con quien hasta ahora éramos UNO. Y así, unidos de nuevo a través de la lactancia, volvimos a fundirnos. Mirándonos por primera vez, con su boquita aferrada a mi pezón, le dije aquello que tantas veces le repetiría después: TE QUIERO, TE QUIERO, TE QUIERO.
Pero como cualquier camino en la vida, éste también tiene sus piedras, sus baches, sus surcos que me han hecho caer más de una vez.
Empezaré contando que debido a una mala postura al ponérmelo al pecho (no un mal agarre, pues yo nunca tuve grietas ni dolores, sino una mala postura) mi hijo apenas ganó peso los primeros cuatro meses de vida. Con 5 meses no llegaba ni a los 4 kilos, algo realmente preocupante. Yo siempre me negué a darle leche de fórmula, pues a pesar de su extremada delgadez le veía sano, fuerte y feliz. Fueron muchas las noches que pasé llorando, pues la preocupación de mi amor y compañero (que a pesar de todo siempre respetó mi decisión de no darle leche artificial) y el hecho de verlo tan flaquito empezaron a hacer estragos en mi seguridad y en mi autoestima. ¿Por qué mi bebé no cogía peso? ¿Por qué? ¿Si mis pechos rebosaban leche materna y mi pequeño mamaba día y noche?
Por fin, cuando nuestro hijo tenía 5 meses y medio, llegamos a la consulta de Carmela Baeza, que con un simple “¿por qué no te lo bajas un poco más?” corrigió mi postura y puso fin a nuestro calvario. Automáticamente y desde ese día, nuestro pequeño empezó a engordar. Devoraba los purés que su papá había empezado a prepararle pues eso le dejaba más tranquilo, aunque en el fondo de mi corazón yo tenía el fiel convencimiento de que la razón de su ganancia de peso no eran los purés como mucha gente se pensaba, sino la leche rica en grasas del final de la toma que por fin tenía el placer de tragar a borbotones.
A partir de ese día todo fue sobre ruedas. Mi pequeño se hacía mayor, crecía y engordaba divinamente y por fin, tanto su padre como yo, vivíamos tranquilos. Empezó a gatear y un buen día se soltó a andar, a decir sus primeras palabras, entre ellas TETAAA, cómo no, pues su teta seguía con él día y noche, en las buenas y en las malas.
Y seguimos caminando por este maravilloso sendero de cómplices miradas y manos entrelazadas, de olor y sabor a canela o a lo que haya tomado mamá (¡¡¡¡¡por favor, queso de cabra nooooo!!!!!), de risas y caricias, de pellizcos en la barriga y estrujamiento del pecho contrario.
Porque desde aquí, mamá, hasta el sol brilla de otra manera en el cielo.
Hasta que a los 11 meses de mi hijito, agotada de no dormir, surgió una nueva crisis. Disfrutaba sobremanera de la lactancia diurna, pero las noches empezaban a convertirse en una auténtica pesadilla. Mi hijo no soltaba el pecho ni un momento en toda la noche. Lo máximo que aguantaba sin teta era una hora. Los frecuentes despertares y el hecho de tener que dormir tantas horas seguidas en la misma postura, con mi pezón en su boquita pues si hacía el más leve movimiento lloraba desconsoladamente, empezaban a afectarme el ánimo. Al no dormir, al día siguiente estaba cansada, de mal humor, triste.
Ahí fue cuando me planteé el destete nocturno, a sabiendas de que es el más difícil de lograr.
A los 11 meses de mi hijo empezaron las noches de cuento y canto, de caricias en la espalda y susurros al oído, de besitos en la boca y lágrimas a dúo (¿por qué no?), pues al principio no fue fácil para ninguno de los dos. Pero yo no podía más.
El gran amor que nos brindamos, la ayuda incondicional de papá y la comprensión de mi cachorro ganó la batalla. A la semana de intentar “dormir sin teta”, mi hijo dormía de repente acurrucadito a mÍ seis o siete horas seguidas, algo inimaginable hasta ese momento.
A día de hoy, mi hijo tiene 16 meses y sigue mamando a demanda durante el día. Por las mañanas, nada más levantar el alba, trepa hasta mi cuerpo y se pasa una hora saltando de teta en teta, tranquilo, en paz.
Es un niño feliz y seguro de sí mismo.
Pero cuando cae la noche, tras contarle su cuento y beberse su dos tetitas en la cama se tumba a mi lado y disfruta canturreando de las canciones que le canto con todo el amor de mi corazón, con todo el amor de madre, mientras le acaricio la espalda y el pelo y le repito mil veces lo agradecida que me siento y aquello que le dije la primera vez que nos miramos:
TE QUIERO, TE QUIERO, TE QUIERO.
Porque no fue tan duro como yo pensaba que sería, porque enseguida pareció entender mi llanto, mi desesperación y mi necesidad vital de dormir por las noches.
Porque mi bebé lo entiendo todo y así me lo ha demostrado.
Teta. ¡Qué gran palabra!
Amamantar a mi hijo es lo más bonito que me ha pasado nunca. Soy parte de esa magia.
La lactancia me ha enseñado a LUCHAR, a ser sincera conmigo misma y con l@s que quiero.
Me ha mostrado cómo soy yo realmente , me ha ayudado a conocerme mejor. A saber cuáles son mis miserias y mis grandezas, mis virtudes y mis limitaciones y a saber convivir con ellas.
Me ha hecho ver que todo es posible si existe amor verdadero, amor del bueno, de ese que se brindan madres e hijos.
La lactancia de mi hijo ha sido para mí (y lo seguirá siendo hasta que él quiera) el aprendizaje más significativo de toda mi vida.
Un camino que volvería a recorrer una y otra vez.
Porque me he caído pero me he vuelto a levantar de la mano de mi pequeña criatura.
Porque gracias a ella he llorado y entendido que a veces el llanto es necesario, incluso bonito si se llora acompañado.
Porque sigo disfrutando de seguir siendo su guarida, su refugio, su caudal de amor y salud.
De verme reflejada en los preciosos y libres ojos de mi niño mientras traga VIDA, digo leche, mientras le repito aquello que le dije la primera vez que nos miramos:
TE QUIERO, TE QUIERO, TE QUIERO.


Dedico este relato a mi hermana: madre, doula y compañera de vida, por tantas enseñanzas a lo largo del camino, por ayudarme a amamantar a mi hijo y estar siempre ahí, por hacerme ver que la CRIANZA, si no es desde el corazón, no tiene sentido, Y QUE LA LACTANCIA NO ES SINO MAGIA.
Por eso y por mucho más:
GRACIAS

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